La idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido -el ánimo del terror-y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrándome contra las olas.
El obispo lo llamó a capítulo en su oficina y escuchó sin contemplaciones su confesión descarnada y completa, consciente de que no estaba oficiando un sacramento sino una diligencia judicial.