Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba embrujada.
Cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente cada sábado por la mañana.
Pues aquí es —dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una estilográfica de acero—No hay mar que suba tanto.