Florentino Ariza conservaba recuerdos borrosos de su viaje de juventud, y la visión del río los hacía revivir por ráfagas deslumbrantes como si fueran de ayer.
La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano.
La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban.
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas secas, encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso como la mujer en su otoño.
Mi madrastra estaba cosiendo la larga cola de espumilla y parecía, a la luz cegadora de aquel septiembre intolerablemente claro y sonoro, como si estuviera sumergida hasta los hombros en una nube de ese mismo septiembre.
El pequeño salón estaba a rebosar; todos los actores estuvieron muy bien, pero Ana fue la estrella más brillante de la noche, lo que ni la envidia de Josie Pye se atrevió a negar.
Núñez sabía apreciar la belleza de las cosas, y le pareció que el brillo de los campos nevados y los glaciares que se extendían por todo el valle era lo más hermoso que había visto en su vida.