Caía la tarde de abril. Todo lo que en el Poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata; una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal.
Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Las únicas flores que había eran los miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior.