Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway.
Los pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por boca de los fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio de las vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural.
Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre también.
Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.