El telegrafista, en pantalón de pijama y camiseta, fumaba nervioso en una esquina. La madre gorda, entretanto, intentaba enfriar una tila con leves soplidos.
Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.
Dos hombres la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho, que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón alumbrado.