Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el saco del correo.
Después le puso encima una crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro de la maniobra siniestra y completó el engaño con setenta y dos velitas rosadas.
Bernarda Cabrera, madre de la niña y esposa sin títulos del marqués de asalduero, se había tomado aquella madrugada una purga dramática: siete granos de antimonio en un vaso de azúcar rosada.
Recordaba al grupo de chiquillas que había visto aquella tarde junto a ella, todas con alegres ropas rojas, azules, rosadas y blancas, y se preguntaba por qué Marilla siempre la tenía vestida sencilla y sobriamente.
La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería.
Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de una ventisca que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur.
Seguía meciéndose, abanicándose con el ramillete de grandes plumas rosadas, hasta que volvía a empezar de nuevo: la corona de flores de papel, el almizcle en los párpados, el carmín en los labios, la costra de albayalde en la cara.