Que mi hija pequeña se convierta en Alamo Temblón, que tiemble día y noche, que las lluvias le purifiquen la boca, que el viento le peine los cabellos.
Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando.
Se quedó allí hasta el anochecer, gozando de la paz y tranquilidad del lugar; el murmullo de los álamos era cual una suave y gentil conversación con la hierba que crecía libremente entre las tumbas.
En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía.
Yo moría y me enterraban bajo los álamos del cementerio; tú plantabas un rosal sobre mi tumba y lo regabas con tus lágrimas y nunca, nunca jamás, olvidabas a la amiga de tu juventud que te sacrificó su vida.