Se incorporó en la cama con una mano aún en la cicatriz de la frente y la otra buscando en la oscuridad las gafas, que estaban sobre la mesita de noche.
Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y vi que por ella salía una muy blanca mano; que la abrían y cerraban muy apriesa.
Apenas cerré la puerta, me tapé la boca con las manos para evitar un grito y agarroté las piernas para no patear con ellas el suelo como un potro salvaje.
Viendo lo cual, juró el general de no dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y llegando a embestir con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta.